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A LA LAGUNA NEGRA

Esta escena nos conmovió profundamente i amas de uno se le humedecieron los ojos al ver tanta miseria unida a tanta honradez.

Pero el pobre viejo de quien nos alejábamos i que aun manifestaba con sus ademanes cuanto agradecia la sencilla limosna, no era el único que sufria hambre y desnudez: a unos cuatro quilómetros, en la cima de un cerro, tendido en el interior de una miserable choza, en la que apénas cabia, de esas que los campesinos llaman toritos, estaba un hombre de unos treinta años, mal cubierto por algunos harapos, de rostro enflaquecido y pálido, ojos apagados i labios descoloridos.

Tan luego como nos vió, levantóse i se acercó con vacilantes pasos hasta el esterior de su miserable albergue. Gomo el otro, hacia también tres dias que no comia. Al peon le quedaban algunas cebollas i un trozo de charqui; el Intendente hizo que se los diera. Cruz i Castañeda llevaban algunas libras de harina tostada en las alforjas: vaciáronlas en la manta del desgraciado, que no hallaba cómo demostrar su reconocimiento.

Aunque no debe decirse la caridad que uno hace, no sucede lo mismo con la que otros modestamente quieren ocultar. El señor Vicuña agregó a los comestibles unas cuantas monedas, que le pasó a escondidas.

Bajando ese cerro se presentaban dos caminos que conducian a la villa de San José: uno a la de-