102 * — Margarita Eyherabide
en el hombro, completaban la sencilla elegancia de su atavío — Amir, la miraba, dichoso de tener ante sí, la copia perfecta de la castidad y la dulzura. Arasi parecía la personificación de la inocencia y el joven se preguntó: — ¿por qué será tan tímida? Y Amir monologaba de este modo, cuando vino á arrobarle como en un éxtasis la voz de Arasi, que murmuraba: — ¿Su señora madre?...
Pero esto no bastaba; Amir vióse precisado á mirar á la brasilerita de alto, abajo.
Era aquella, sí. la misma voz con que le había dicho la tarde en que se conocieron: *' Gracias, muchas gracias ”.
Mas ¿aquella era la misma expresión que se pin- taba ahora en el rostro de la brasilerita ?
No se enseñoreaba, no, la mueca de desdén prestando toques antipáticos á su semblante de niña.
Sus ojos fijábanse en Amir, no con fijeza despre- ciativa, sino con suavidad casi suplicante.
Amir, poseedor de una ingénita preponderancia á todo lo tierno, todo lo amable, dejó escapar de su corazón el frío del recelo, y en su mirada se re- flejó un brillo de reconccimiento y gratitud.
Niño mimado, acariciado con las más dulces fra- ses, por su madre que lo adoraba, Amir, amando también con todo su corazón á la que le diera el ser, amaba, por cualidad esencialísima de su alma, á todo lo que fuera bondad, ternura, suavidad, deli- cadeza.
— Amir miró atentamente á la joven.
— Señorita — murmuró con voz llena de senti- miento — mi madre hubiera tenido gran placer en venir conmigo.
— ¡Cuánto siento que no la haya traído usted !