que habíamos sido invitados a una pequeña pesadilla.
Colocado a través de las teclas, como un riel sobre durmientes, había un largo lápiz rojo. Yo no lo perdía de vista porque quería que me compraran otro igual. Cuando Celina lo tomaba para apuntar en el libro de música, los números que correspondían a los dedos, el lápiz estaba deseando que lo dejaran escribir. Como Celina no lo soltaba, él se movía ansioso entre los dedos que lo sujetaban, y con su ojo único y puntiagudo miraba indeciso y oscilante de un lado para otro. Cuando lo dejaban acercarse al papel, la punta parecía un hocico que husmeaba algo, con instinto de lápiz, desconocido para nosotros, y registraba entre las patas de las notas buscando un lugar blanco donde morder. Por fin Celina lo soltaba y él, con movimientos cortos, como un chanchito cuando mama, se prendía vorazmente del blanco del papel, iba dejando las pequeñas huellas firmes y acentuadas de su corta pezuña negra y movía alegremente su larga cola roja.
Celina me hacía poner las manos abiertas sobre las teclas y con los dedos de ella levantaba los míos como si enseñara a una araña a mover las patas. Ella se entendía con mis manos mejor que yo mismo. Cuando las hacía andar con lentitud de cangrejos entre pedruzcos blancos y negros, de pronto las manos encontraban sonidos que encantaban todo lo que había alrededor de la lámpara y los objetos quedaban cubiertos por una nueva simpatía.
Una vez ella me repetía una cosa que mi cabeza entendía pero las manos no. Llegó un momento en que Celina se enojó y vi aumentar su ira más rápidamente que de costumbre. Me tomó tan distraído como si me hubiera olvidado algo en el fuego y de pronto lo sintiera derramarse. En el apuro ya ella había tomado aquel lápiz rojo tan lindo y yo sentía sonar su madera contra los huesos de mis dedos, sin darme tiempo a saber que me pegaba. Tenía
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