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Página:Felisberto Hernandez. Obras completas Vol. 2.djvu/19

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que no se oían. A veces se ponían de acuerdo a pesar de decir cosas diferentes y era tan sorprendente como si creyendo estar de frente se dieran la espalda o creyendo estar en presencia uno de otro anduvieran por lugares distintos y alejados. Como yo era niño tenía libertad de andar alrededor de los muebles donde esas personas estaban sentadas; y lo mismo me dejaban andar alrededor de las palabras que ellas utilizaban. Pero ahora yo no tenía más ganas de buscar secretos. Después de la lección en que Celina me pegó con el lápiz, nos tratábamos con el cuidado de los que al caminar esquivan pedazos de cosas rotas. En adelante tuve el pesar de que nuestra confianza fuera clara pero desoladora, porque la violencia había hecho volar las ilusiones. La claridad era tan inoportuna como si en el cine y en medio de un drama hubieran encendido la luz. Ella tenía mi inocencia en sus manos, como tuvo en otro tiempo la de mi madre.

Cuando llegamos a casa —aquella noche que Celina me pegó y que mi abuela me amenazó por la calle— no me castigaron. El camino era oscuro; mi abuela descifraba los bultos que íbamos encontrando. Algunos eran cosas quietas, pilares, piedras, troncos de árboles, otros eran personas que venían en dirección contraria y hasta encontramos un caballo perdido. Mientras ocurrían estas cosas, a mi abuela se le fue el enojo y la amenaza se quedó en los bultos del camino o en el lomo del caballo perdido.
     En casa descubrieron que yo estaba triste; lo atribuyeron al desusado castigo de Celina, pero no sospecharon lo que había entre ella y yo.

Fue una de esas noches en que yo estaba triste, y ya me había acostado y las cosas que pensaba se iban acercando al sueño, cuando empecé a sentir la presencia de las personas