El hombre se había recostado a un árbol y lo interrum¬ pió para decirle: —El dueño no está. Horacio sacó varios billetes de su cartera y el hombre, al ver el dinero, empezó a masticar más lentamente. Ho¬ racio acomodaba los billetes en su mano como si fueran barajas y fingía pensar. El otro tragó el bocado y se quedó esperando. Horacio calculó el tiempo en que el otro ha¬ bría imaginado lo que haría con ese dinero; y al fin dijo: —Yo tendría mucha necesidad de ver esa muñeca hoy... —El patrón llega a las siete. —¿La casa está abierta? —No. Pero yo tengo la llave. En caso que se descubra algo —dijo el hombre alargando la mano y recogiendo "la baza” —yo no sé nada. Metió el dinero en el bolsillo del pantalón, sacó de otro una llave grande y le dijo: —Tiene que darle dos vueltas... La muñeca está en el piso de arriba... Sería conveniente que dejara las cosas esatamente como las encontró. Horacio tomó el camino a paso rápido y volvió a sen¬ tir la agitación de la adolescencia. La pequeña puerta de entrada era sucia como una vieja indolente y él revolvió con asco la llave en la cerradura. Entró a una pieza des¬ agradable donde había cañas de pescar recostadas a una pared. Cruzó el piso, muy sucio, y subió una escalera re¬ cién barnizada. El dormitorio era confortable; pero allí no se veía ninguna muñeca. La buscó hasta debajo de la cama; y al fin la encontró entre un ropero. Al principio tuvo una sorpresa como las que le preparaba María. La muñeca tenía un vestido negro, de fiesta, rociado con piedras como gotas de vidrio. Si hubiera estado en una de sus vitrinas él habría pensado que era una viuda rodeada de lágrimas. De pronto Horacio oyó una detonación: parecía un bala¬ zo. Corrió hacia la escalera que daba a la planta baja y 222
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Apariencia