contó el botero la noche que llegué a la casa inundada. El remaba despacio mientras recorríamos "la avenida de agua”, del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras cosas supe que él y un peón ha¬ bían llenado de tierra la fuente del patio para que después fuera una isla. Además yo pensaba que los movimientos de la cabeza de la señora Margarita —en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la isla al libro— no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas. También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para encerrar el silencio en que se conserva a los muertos. Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me gustaba saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar diferentes co¬ metidos: primero fue casa de campo; después instituto astronómico; pero como el telescopio que habían pedido a Norteamérica lo tiraron al fondo del mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por último la señora Margarita la compró para inundarla. Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, yo envolvía a esta señora con sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una simplicidad des¬ nuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a veces ella hacía una carras¬ pera rara, como un suspiro ronco. Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me había hecho pasar de la miseria a esta opulencia, vivía en una tranquilidad generosa y ella se prestaba —como prestaría el lomo una elefanta blanca a un viajero —para imaginar disparates entretenidos. Ade¬ 236
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Apariencia