de cemento armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de fieles. Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a ro¬ dear de otra manera el relato de la señora Margarita; fui cayendo con una sorpresa lenta, en mi alma de antes, y pensando que yo también tenía mi angustia propia; que aquel tul en que yo había dejado prendidos los ojos abier¬ tos, estaba colgado encima de un pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me reclama¬ ban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos cul¬ pables con bastantes detalles y cargados con un sentido que yo conocía bien. Habían empezado en una de las pri¬ meras tardes, cuando sospechaba que la señora Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza me quitaría fuerzas para defenderme. Enton¬ ces tuve una reacción y quise irme de aquella casa; pero eso fue como si al despertar hiciera un movimiento con la intención de levantarme y sin darme cuenta me acomo¬ dara para seguir durmiendo. Otra tarde quise imaginarme —ya lo había hecho con otras mujeres— cómo sería yo casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que si su soledad me inspirara lástima y yo me casara con ella, mis amigos dirían que lo había hecho por dinero; y mis antiguas novias es reirían de mí al descubrirme cami¬ nando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesí- sima que resultaba ser mi mujer. (Ya había tenido que andar detrás de ella, por la vereda angosta que rodeaba el lago, en las noches que ella quería caminar.) Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de las novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía ejercer a gran distan¬ cia, como si yo fuera un satélite, y al mismo tiempo que se me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una subli¬ midad extraña. Pero mis fieles me reclamaban a la pri¬ mera señora Margarita, aquella desconocida más sencilla, 253