Página:Felisberto Hernandez. Obras completas Vol. 2.djvu/248

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Un poco más tarde, cuando la señora Margarita acercó, tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban sobre gomas infladas, como las que los niños llevan a las playas), volcó una botella de aguardien¬ te sobre un calentador que usaba para unos afeites y se incendió el tocador. Ella pidió agua por teléfono, "como si allí no hubiera bastante o no fuera la misma que hay en toda la casa”, decía María. La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes; la señora Margarita y yo no encontraríamos las palabras y los pensamientos como los habíamos dejado, debajo de las ramas. Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como ya había ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del zaguán. Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas para que me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una vuelta por toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme que al salir de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas partes del mundo. Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y ponerse los dedos en los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de haberse detenido en España, donde un arquitecto le vendió los planos para una casa inundada —ella no me dio detalles— tomó un barco demasiado lleno de gente y al dejar de ver tierra se dio cuenta que el agua del océano no le per¬ tenecía, que en ese abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo que algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios, y cuando miraban la inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no tenían escrúpulo en sacar un poquito de aquella agua inmensa, de echarla en una bañera, y de entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo 256