como presagios confusos; entonces la señora Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices (por eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que correr y dejar sugerencias a su paso; pero yo me moriré con la idea de que el agua lleva adentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué manera me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De cualquier manera yo soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie me podrá prohibir que conserve mis recuerdos en el agua.
Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:
—¿Vio que pronto instalamos las regaderas?
—Sí, y... ¿andan bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta.)
—Cómo no... Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se duerme con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma palanca, las regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos minutos corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.
Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:
"Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted traía los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los escalones. Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la manera