Página:Felisberto Hernandez. Obras completas Vol. 2.djvu/32

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ajeno traía la estirpe que correspondía al intruso, la anterior se desvanecía; y si al rato aparecía de nuevo aparecía sin resentimiento.

La simpatía que unía a estas estirpes desconocidas entre sí y no dispuestas jamás ni a mirarse, estaba por encima de sus cabezas; era un cielo de inocencia y un mismo aire que todos respiraban. Todavía y además de reunirse en un mismo lugar y en un cercano tiempo para la ceremonia y los ensayos del recuerdo, tenían otra cosa común: era como una misma orquesta que tocara para distintos "ballets”; todos recibían el compás que les marcaba la respiración del que los miraba. Pero el que los miraba —es decir, yo, cuando me faltaba muy poco para empezar a ser otro— sentía que los habitantes de aquellos recuerdos, a pesar de ser dirigidos por quien los miraba y de seguir con tan mágica docilidad sus caprichos, tenían escondida, al mismo tiempo, una voluntad propia llena de orgullo. En el camino del tiempo que pasó desde que ellos actuaron por primera vez —cuando no eran recuerdos—, hasta ahora, parecía que se hubieran encontrado con alguien que les habló mal de mí y que desde entonces tuvieron cierta independencia; y ahora, aunque no tuvieran más remedio que estar bajo mis órdenes, cumplían su misión en medio de un silencio sospechoso; yo me daba cuenta de que no me querían, de que no me miraban, de que cumplían resignadamente un destino impuesto por mí, pero sin recordar siquiera la forma de mi persona: si yo hubiera entrado en el ámbito de ellos, con seguridad que no me hubieran conocido. Además, vivían una cualidad de existencia que no me permitía tocarlos, hablarlos, ni ser escuchado; yo estaba condenado a ser alguien de ahora; y si quisiera repetir aquellos hechos, jamás serían los mismos. Aquellos hechos eran de otro mundo y sería inútil correr tras ellos. Pero ¿por qué yo no podía ser feliz viendo