sentir humillación. De manera que cuando me encontraba con los ojos de él, ya sabía lo que me esperaba. A veces aguantaba un rato la mirada para darme tiempo a pensar cómo haría para sacar rápidamente la mía sin sentir humillación: ensayaba sacarla para un lado y mirar de pronto el marco del cuadro, como si estuviera interesado en su forma. Pero aunque los ojos miraban el marco, la atención y la memoria inmediata que me había dejado su mirada, me humillaban más; y además pensaba que tenía que hacerme trampa a mí mismo. Sin embargo, una vez conseguí olvidarme un poco de su mirada o de mi humillación. Había sacado rápidamente la mirada de los ojos de él y la había colocado rígidamente en sus bigotes. Después del engorde negro que tenía encima de la boca salían para los costados en línea recta y seguían así un buen trecho. Entonces pensé en los dedos de mi abuela: eran gordos, rechonchos —una vez se pinchó y le saltó un chorro de sangre hasta el techo— y aquellos bigotes parecían haber sido retorcidos por ella. (Ella se pasaba mucho rato retorciendo con sus dedos transpirados el hilo negro para que pasara la aguja; y como veía poco y para ver mejor echaba la cabeza hacia atrás y separaba demasiado el hilo y la aguja de los ojos, aquello no terminaba nunca.) Aquel hombre también debió haberse pasado mucho rato retorciéndose el bigote; y mientras hacía eso y miraba fijo, quién sabe qué clase de ideas tendría.
Aunque los secretos de las personas mayores pudieran encontrarse en medio de sus conversaciones o de sus actos, yo tenía mi manera predilecta de hurgar en ellos: era cuando esas personas no estaban presentes y cuando podía encontrar algo que hubieran dejado al pasar; podrían ser rastros, objetos olvidados, o sencillamente objetos que hubieran dejado acomodados mientras se ausentaban —y sobre todo los que hubieran dejado desacomodados por
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