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Ruega después por mí. Más que tu madre
Lo necesito yo... Sencilla, buena,
Modesta como tú, sufre la pena,
Y devora en silencio su dolor.

A muchos compasión, á nadie envidia,
La vi tener en mi fortuna escasa:
Como sobre el cristal la sombra, pasa
Sobre su alma el ejemplo corruptor.

No le son conocidos... ¡ni lo sean
A tí jamás!... los frívolos azares
De la vana fortuna, los pesares
Ceñudos que anticipan la vejez;

De oculto oprobio el torcedor, la espina
Que punza á la conciencia delincuente,
La honda fiebre del alma, que la frente
Tiñe con enfermiza palidez.

Mas yo la vida por mi mal conozco,
Conozco al mundo, y sé su alevosía;
Y tal vez de mi boca oirás un día
Lo que valen las dichas que nos da.

Y sabrás lo que guarda á los que rifan
Riquezas y poder, la urna aleatoria,
Y que tal vez la senda que á la gloria
Guiar parece, á la miseria va.

Viviendo, su pureza empaña el alma,
Y cada instante alguna culpa nueva
Arrastra en la corriente que la lleva
Con rápido descenso al ataúd.

La tentación seduce; el juicio engaña;
En los zarzales del camino deja
Alguna cosa cada cual: la oveja
Su blanca lana, el hombre su virtud.

Ve, hija mía, á rezar por mi, y al cielo
Pocas palabras dirigir le baste;
« ¡Piedad, Señor, al hombre que criaste;
Eres Grandeza; eres Bondad; perdón! »

Y Dios te oirá; que cual del ara santa
Sube el humo á la cúpula eminente,
Sube del pecho cándido, inocente,
Al trono del Eterno la oración.

Todo tiende á su fin: á la luz pura
Del sol la planta; el cervatillo atado,