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el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empaje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y este es el único que puede ser ordenado.

La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Por lo anteriormente dicho se ve claramente que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción; pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo asi, en una encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser de terminada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber,