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podía haberse sospechado de antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más vulgar. Y aquí puede verse, no sin admiración, cuán superior es la facultad práctica de juzgar que la teórica en el entendimiento vulgar humano. En esta última, cuando la razón vulgar se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones sensibles, cae en meras incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, al menos en un caos de incertidumbre, obscuridad y vacilaciones. En lo práctico, en cambio, comienza la facultad de juzgar, mostrándose ante todo muy provechosa, cuando el entendimiento vulgar excluye de las leyes prácticas todos los motores sensibles.

Y luego llega hasta la sutileza, ya sea que quiera, con su conciencia u otras pretensiones, disputar con respecto a lo que deba llamarse justo, ya sea que quiera sinceramente, para su propia enseñanza, determinar el valor de las acciones; y, lo que es más frecuente, puede en este último caso abrigar la esperanza de acertar, ni más ni menos que un filósofo, y hasta casi con más seguridad que este último, porque el filósofo no puede disponer de otro principio que el mismo del hombre vulgar; pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en multitud de consideraciones extrañas y ajenas al asunto y apartarlo así de la dirección recta. No sería, pues, lo mejor atenerse, en las cosas morales, al juicio de la razón vulgar y, a lo sumo, emplear la