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premo de la moralidad que no haya de descansar en la razón pura, independientemente de toda experiencia, creo yo que no es necesario ni siquiera preguntar si será bueno alcanzar a priori esos conceptos, con todos los principios a ellos pertinentes, exponerlos en general-in abstracto-, en cuanto que su conocimiento debe distinguirse del vulgar y llamarse filosófico. Mas en esta nuestra época pudiera ello acaso ser necesario. Pues si reuniéramos votos sobre lo que deba preferirse, si un conocimiento racional puro, separado de todo lo empírico, es decir, una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinaría la balanza.

Este descender a conceptos populares es ciertamente muy plausible cuando previamente se ha realizado la ascensión a los principios de la razón pura y se ha llegado en esto a completa satisfacción.

Esto quiere decir que conviene primero fundar la teoría de las costumbres en la metafísica, y luego, cuando sea firme, procurarle acceso por medio de la popularidad. Pero es completamente absurdo querer descender a lo popular en la primera investigación, de la que depende la exactitud toda de los principios. Y no es sólo que un proceder semejante no puede nunca tener la pretensión de alcanzar el mérito rarísimo de la verdadera popularidad filosófica, pues no se necesita mucho arte para ser entendido de todos, si se empieza por renunciar a todo conocimiento sólido y fundado, sino que además da lugar a una pútrida mezcolanza de obser-