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tes semejantes, consiste su sublimidad y hace a todo sujeto racional digno de ser miembro legislador en el reino de los fines, pues de otro modo tendría que representarse solamento como sometido a la ley natural de sus necesidades. Aun euando el reino de la naturaleza y el reino de los fines fuesen pensados como reunidos bajo un solo jefe y, de esta suerte, el último no fuere ya mera idea, sino que recibiese realidad verdadera, ello, sin duda, proporcionaría al primero el refuerzo de un poderoso resorte y motor, pero nunca aumentaría su valor interno; pues independientemente de ello debería ese mismo legislador único y absoluto ser representado siempre según él juzgase el valor de los seres racionales sólo por su conducta desinteresada, que les prescribe solamente aquella idea. La esencia de las cosas no se altera por sus relaciones externas, y lo que, sin pensar en estas últimas, constituye el valor absoluto del hombre, ha de ser lo que sirva para juzgarle, sea por quien fuere, aun por el supremo ser. La moralidad es, pues, la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, esto es, con la posible legislación universal, por medio de las máximas de la misma. La acción que pueda compadecerse con la autonomía de la voluntad es permitida; la que no concuerde con ella es prohibida. La voluntad cuyas máximas concuerden necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena. La dependencia en que una voluntad no absolutamente buena se halla respecto del principio