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justicia, que la Iglesia impetra en favor de los príncipes cristianos.[1] Desde entónces el saber, que como en un tabernáculo residia en la casta Isabel, se manifestó en sus consejos.

Recojia con su herencia el fruto de las dilapidaciones y de los vicios de las dos épocas precedentes. Aparte de las faccionas interiores veia prepararse como un huracan la invasion portuguesa que, combinada con un ataque de los franceses, y las incursiones de los moros, dispuestos siempre á pelear, podia ser de funestas consecuencias. Toda Castilla no la habia reconocido como soberana. Estremadura estaba por el duque de Arévalo, y Castilla la nueva revolucionada por el jóven marques de Villena.

En estas graves circunstancias no tan solo no podia contar con refuerzos de Aragon, apurado de hombres y dinero, sino que de allí venian las mayores dificultadas. El infante don Fernando, que no aportó al matrimonio otra cosa que deudas y enemigos, aspiraba a gobernar solo y en nombre propio, haciendo valer para ello derechos directos, y la costumbre establecida en su pais de escluir del trono á las mujeres. Mas aunque Isabel lo amaba con entrañable afecto, lo respetaba sumisa, y apreciaba en mucho la viveza de su imajinacion, su asiduidad al trabajo, y su habilidad en los negocios, no le deslumbraba su tacto diplomático, ni queria entregarle la Castilla, ni lo suponia con las fuerzas necesarias para empuñar con sus solas manos las riendas de los pueblos, que su femenil injénio habia concebido unir bajo un solo cetro.

Por un lado sus consejeros la suplicaban mantuviese sus derechos, y por otro los de Aragon escitaban á don Fernando á no ceder en su demanda, hasta que al fin el cardenal Mendoza y el arzobispo de To-

  1. Deus judicium tuum Regi da. et justitiam tuam filio Regis. Psalm. LXXI.