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de las Indias.

bian tener determinado que el Obispo se hallase en los Consejos y expedicion de los negocios destas Indias, ó por los dineros que él y su hermano dieron, ó por sola la autoridad de sus personas, que siempre fué mucha en aquel reino, y así dilató el Gran Chanciller la prosecucion de las cosas comenzadas para la reformacion destas Indias, hasta que el Obispo sanase y pudiese hallarse en ellas. Entre tanto recibió una carta el Clérigo, de Sevilla, del padre fray Reginaldo, de quien arriba en el cap. 99 hicimos mencion, haciéndole saber cómo habia llegado allí de la tierra firme un religioso de Sant Francisco, llamado fray Francisco de Sant Roman, que afirmaba por sus ojos haber visto meter á espada y echar á perros bravos sobre 40.000 ánimas de indios, y ésto fué lo que arriba referimos en el cap. 72. Esta carta mostró el Clérigo al Gran Chanciller, de que quedó maravillado, y díjole que fuese al Obispo y lo visitase de su parte, y le mostrase aquella carta, como si le quisiera enviar á decir que se avergonzase y conociese su culpa, pues tan mala gobernacion en estas tierras habia puesto, y parecia que la intencion del Gran Chanciller era, enviando al Clérigo á visitar de su parte al Obispo, darle ocasion para que no lo aborreciese, porque dos veces habia sido causa que le quitasen del Consejo, una en tiempo del Cardenal y otra en este tiempo, á fin, todo, que en los Ayuntamientos, tractando los medios y avisos que habia dado, no le contradijese. Finalmente, lo visitó el Clérigo y leyóle la carta, y respondió el Obispo: «Decidle á su señoría que le beso las manos, y que ya yo le he dicho que será bien que echemos aquel hombre de allí;» éste era Pedrárias, que asoló sobre 300 leguas y más de aquella tierra. En estos dias llegó doña María Niño, mujer del secretario Conchillos, á Zaragoza, y descendiendo de hablar al Gran Chanciller subia el Clérigo, y, como lo vido, cognosciólo, aunque pocas veces lo habia visto, y díjole: «¡Ay, padre, Dios os lo perdone, que así habeis echado al hospital mis hijos!» El Clérigo no paró sino subiendo y diciendo: «Señora, la sangre dellos venga sobre mí y sobre los mios.» No sentia la noble dueña cuántos padres, y