—¡Por Dios! ¿Qué es lo que me cuenta usted, Nicolai Nicolaevitch?
—Nada... es natural...
Otra vez quedáronse callados. Stichkin sonóse ruidosamente; la casamentera ruborizóse y, mirándole confusa, le interrogó:
—¿Y usted, Nicolai Nicolaevitch, cuánto gana?
—Setenta y cinco rublos, sin contar las gratificaciones... Además, tenemos los beneficios de las bujías y de las liebres.
—¿Le gusta la caza?
—No; llamamos liebres a los pasajeros sin billete.
Pasaron otros momentos en silencio. Stichkin levantóse agitado y emprendió un paseo por la habitación.
—Una esposa joven no me conviene—pronunció por fin—; tengo cierta edad... y deseo una... así... por el estilo de usted..., tranquila, razonable, y con figura semejante...
—¡Por Dios! ¿Qué es lo que dice?—balbuceó la casamentera tapándose el arrebolado rostro con el pañuelo.
—¡No hay que pensarlo mucho! Usted me gusta y me conviene por sus cualidades. Soy un hombre tranquilo, sobrio, y si le gusto... ¿qué puede ser mejor? ¡Permítame que le pida su mano!
La casamentera reía y lloraba, y en señal de asentimiento brindó con Stichkin.
—Y ahora—dijo Stichkin, contento y fe-