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HISTORIA DE UNA ANGUILA

Panihidin secóse la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió su relato:

—Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que se hallaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo tiré al suelo y caí desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía con más fuerza; en la torre del Kremlin se oyó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la claridad no me tranquilizó; al contrario, lo que vi me llenó de horror. Vacilé unos momentos y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd... ¡de doble tamaño que el otro!

El color marrón le daba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba aquí? No cabía duda: era una alucinación... No era posible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde fuera, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.

Por lo visto sufría yo una enfermedad nerviosa, contraída a consecuencia de aquella sesión espiritista y de las palabras de Espinosa.

«Me vuelvo loco», pensaba, aturdido, cogiéndome la cabeza. «¡Dios mío! ¿Cómo remediar esto?»

Sentía vértigos... Mis piernas se me doblaban... Llovía a cántaros; estaba mojado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo... Imposible