heno o chozas de una aldea. Lo que hay por delante el agrimensor no lo ve porque la ancha espalda del carretero se lo impide. Hace un frío glacial.
«¡Qué desierto!—se dice el agrimensor, procurando taparse las orejas con el cuello de su gabán—. ¡Buen lugar para bandidos! Aquí pueden matar a cualquiera sin que nadie se entere. No me había fijado antes de ahora; pero el carretero tiene trazas bastante sospechosas. ¡Qué espalda, qué músculos! De un puñetazo es capaz de dejar a un hombre en el sitio. ¡Qué cara de bruto!» —¡Oye, amigo! ¿Cómo te llamas?—dice a su automedonte.
—¿Quién, yo? Klim.
—Pues dime, Klim, los caminos de por acá ¿son seguros?
—Gracias a Dios, nunca pasa nada.
—¡Muy bien! Me alegro que no haya bribones. Por si acaso, llevo conmigo tres revólveres. (El agrimensor mentía.) Ya sabes que con el revólver no se bromea. Soy capaz de hacer frente a diez bandidos.
Se obscurece completamente. El carro, dando chirridos y tambaleándose, tuerce a la izquierda.
«¿Adonde me lleva? Seguíamos la derecha y de repente torcemos a la izquierda. No me vaya a meter en alguna emboscada», reflexiona el hombre. Y luego en voz alta:
—¡Oye, Klim! De modo que aquí no se corre peligro alguno. Es lástima. Me gusta pelear-