las bodas, hay que acudir a la Policía para hacerle callar.
—¡Vengo a buscarte!—le dice Poplavsko—. Vístete y vámonos inmediatamente. Uno de los nuestros se ha muerto y lo estamos despachando para el otro mundo... Hay que decir alguna tontería para la despedida... Eres el único capaz de sacarnos del apuro. No te molestaríamos si el muerto fuese un cualquiera; pero se trata del secretario... de la Cancillería. No se puede enterrar a una persona tan importante sin un discurso.
—¿El secretario?...—dice, bostezando, Zapoikin—. ¿Aquel borrachín?...
—¡Sí, el borrachín! Después iremos a comer, habrá entremeses, buñuelos; te pagarán el coche. ¡Vámonos, chico! Haz por pronunciar en el cementerio un discurso digno de Cicerón; te lo agradeceremos en el alma.
Zapoikin, acorde con su compañero, da a su fisonomía un aire melancólico, y ambos salen a la calle.
—Conozco bien a vuestro secretario —dice, subiendo en el coche—. Era un canalla y un bribón (¡que Dios le tenga en su santa gloria!) como hay pocos.
—¡Calla! No conviene insultar a los difuntos.
—Tienes razón: aut mortuis nihil bene; sin embargo, ha sido un tunante; nadie lo negará.
Los amigos alcanzan al acompañamiento y se unen a él. La comitiva adelanta a paso len-