ción cómo sus dedos se introducen debajo de las agallas de la anguila.
—¡Ya la tengo! ¡Muchachos, no empujéis!... ¡Quedaos quietos!... ¡Ya va fuera!...
Aparece a la superficie una gran cabeza de anguila, y detrás de ella un cuerpo negro de un metro de largo.
La anguila menea la cola y busca manera de escurrirse.
Una sonrisa triunfante resplandece en todas las caras. Después de unos momentos de admiración silenciosa, prorrumpen en gritos:
—¡Ea! ¡Ya te tenemos!
—¡Soberbia anguila!—balbucea Efim, rascándose el pecho—. Pesa lo menos diez libras.
— Seguramente—afirma el dueño—. ¡Y lo gorda que está! Diríase que va a reventar... ¡Ah!..., ¡ah!...
La anguila hace con su cola un movimiento tan rápido como imprevisto, y los pescadores la ven zambullirse en el agua...
Todos alargan las manos, pero ya es tarde; la anguila ha desaparecido para siempre.