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ANTÓN P. CHEJOV

ta de repente. Parécele que una figura obscura se destaca sobre el parterre del jardín y se acerca a la casa... Al principio figúrase que se trataba de una vaca o de un caballo; pero no tarda en distinguir los contornos de un ser humano. Frótase los ojos, y nota que la silueta obscura se acerca a la ventana de la cocina, ante la que se detiene indecisa unos momentos, luego pone el pie en el alféizar de la ventana y desaparece en el interior.

«¡Un ladrón!», se dice Marie Michailovna.

Su cara cúbrese de intensa palidez. A renglón seguido, su imaginación la hace representarse el cuadro que tanto terror inspira a los veraneantes. El ladrón se encarama, salta a la cocina, de la cocina pasa al comedor; en el armario están los cubiertos de plata; más lejos se encuentra el dormitorio; las joyas corren peligro... Sus piernas flaquean y siente escalofríos en la espalda.

—¡Vasia!—exclama sacudiendo a su marido—. ¡Vasili Pracovitch! ¡Dios mío! ¡Despiértate, Vasili, te lo suplico!

—¿Qué ocurre?—balbucea el consejero Gáguim, aspirando el aire y moviendo las quijadas.

—¡Despiértate! Te lo suplico en nombre del Creador. Un ladrón se halla en la cocina. He mirado hacia fuera y he visto que un hombre saltaba por la ventana. De la cocina pasará al comedor; allí están las cucharillas... ¡Vasili! En casa de nuestra vecina ocurrió el año pasado lo propio.