denar al bombero que se vaya. ¡Pero en este mismo instante! Mañana diré a Pelagia que no se atreva a reincidir. Cuando yo me muera, puede usted emplear en esta casa todo el cinismo que le plazca; entretanto, le niego este derecho. Sin tardanza, vaya usted a decírselo.
—¡Diablos!—exclama Gáguim con un gesto de fastidio—. Reflexiona bien con tus sesos microscópicos. ¿A qué voy a ir yo allí?
—¡Vasili! Me desmayo.
Vasili escupe con desdén y se calza sus pantuflas; escupe de nuevo y vase a la cocina. Está obscuro como un barril tapado. Gáguim tiene que andar a tientas. De paso, entra en el aposento de los niños y despierta a la niñera.
—Vasilia—la dice—, tú has cogido esta mañana mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
—Se la he dado a Pelagia para que la limpiara.
—¡Qué desorden! No colocáis nunca las cosas en su sitio. Ahora me veo precisado a andar por la casa sin bata.
Entra en la cocina y se encamina al sitio donde, debajo de las estanterías y entre las cazuelas, duerme, encima de su baúl, la cocinera.
—¡Pelagia!—grita, sacudiéndola—. ¿Por qué te callas? ¿Quién ha venido a verte, saltando por la ventana?
—¿Por la ventana? ¿Y quién iba a entrar por la ventana?—dice Pelagia.