—¡Dame! ¡Dame!—le pide.
La cocinera le da un sorbo de su copa. Siente algo que le abrasa la boca; abre los ojos desmesuradamente, mueve los brazos. La cocinera le contempla, riéndose...
De regreso a su casa, Grischa le cuenta a mamá, a las paredes, a la cama, dónde ha estado y lo que ha visto. Habla más con las manos y la cara que con la lengua. Enseña cómo brilla el sol, cómo corren los caballos, qué hogar tan grande hay allí, qué temeroso está aquel cuarto y cómo bebe la cocinera...
De noche no puede dormir. Los soldados con sus palos, los grandes gatos, los caballos, el cesto de naranjas, el cristalito, los botones relucientes, todo baila delante de él y le atormenta. Se revuelve de un lado al otro, habla y, por fin, empieza a llorar.
—Tiene calentura—dice mamá tocándole la frente—; ¿de qué será?
—¡Hogar!—llora Grischa—. ¡Hogar, vete!
—Seguramente ha comido demasiado—declara mamá.
Y Grischa, rebosando de las impresiones de la vida nueva que acaba de conocer, recibe de mamá una cucharada llena de aceite de ricino.