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EDGAR POE.

— Sí, mason,— le respondi.

— ¿Un signo? — me dijo.

— Vedle,— repliqué y saqué un palaustre de debajo de los pliegues de mi capa.

— Quereis reiros,— gritó;— y tambaleándose, vamos al amontillado, me dijo.

— Sea,— contesté guardando mi herramienta y dándole el brazo. Se apoyó pesadamente en él, y continuamos en busca de nuestro amontillado. Pasamos bajo una galería de arcos muy chatos; bajamos, dimos algunos pasos, y descendiendo más aun, llegamos á una profunda cripta, donde la impureza del aire era tal, que en ella, más que brillaban se enrojecian nuestras luces.

En el fondo se descubría otra cripta más pequeña aun. Estaban revestidos los muros de restos humanos, apilados en la cueva á la manera que están en las grandes catacumbas de París. Del otro lado se habían derribado los huesos y apiñados en el suelo formaban una muralla de alguna altura. En el muro, escueto por la separacion de los huesos, notamos otro nicho profundo como de unos cuatro piés, de tres de largo y de siete ú ocho de alto. No parecía hecho para un objeto dado, pues se formaba simplemente por el hueco que dejaban dos enormes pilares que sostenían las bóvedas de las catacumbas, y por uno de los muros de granito macizo, que limitaban su cabida.

En vano Fortunato, adelantando su mortuoria antorcha, luchaba por medir la profundidad