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EDGAR POE.

Finalmente, me detuve ante un espediente que consideré como el mejor de todos.

Determiné emparedarlo en el sótano, como se dice que los monges de la edad media emparedaban á sus víctimas.

El sótano parecía muy bien dispuesto para semejante designio. Los muros estaban construidos descuidadamente y hacia poco habian sido cubiertos, en toda su estension, de una masa de mezcla, que la humedad había impedido endurecer.

Ademas, en uno de los muros había un bulto causado por una falsa chimenea, ó especie de hogar, que había sido tapado y fabricado en el mismo género que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de este sitio, introducir el cuerpo y emparedarlo del mismo modo, de manera que ningún ojo humano pudiera imaginar nada sospechoso.

Y no fui engañado en mi cálculo. Con la ayuda de una palanca quité facilísimamonte los ladrillos y habiendo aplicado cuidadosamente el cuerpo contra el muro interior lo sostuve en esta postura hasta que restableciese, sin gran trabajo, toda la fábrica en su primitivo estado.

Habiéndome procurado una argamasa de cal y arena con todas las precauciones imaginables, preparé una masa, una blanqueadura, que no podía distinguirse de la antigua y cubrí con ella escrupulosamente el nuevo tabique. El mu-