perseverancia, digo, fué lo que me perdió al fin. Ese ardiente é insondable deseo del alma de martirizarse á si misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal sólo por amor al mal, fué lo que me impulsó á continuar, y por último á consumar el suplicio á que sometí al animal inofensivo. Cierta mañana deslicé un nudo corredizo al rededor de su cuello, con la mayor sangre fría, y le colgué de la rama de un árbol; mis ojos estaban llenos de lágrimas, y mi corazón de amargos remordimientos; pero ahorqué á Plutón porque sabía que me había amado, y porque estaba persuadido de que jamás me diera motivo alguno de enojo; le ahorqué porque no se me ocultaba que al proceder así cometia un pecado, un pecado mortal, que comprometia mi alma hasta el punto de ponerla, si tal cosa estuviese en lo posible, fuera de la misericordia infinita del Dios Muy Misericordioso y Muy Terrible.
En la noche siguiente al día en que cometí este acto cruel, despertóme en mi sueño el grito de ¡fuego, fuego! Las cortinas de mi lecho estaban ardiendo; la conflagración se había propagado por toda la casa, y no sin gran dificultad pudimos escapar, mi esposa, un criado y yo. La destrucción fué completa; toda mi fortuna se perdió, y desde entonces entreguéme á la desesperación.
No trato de establecer aquí una relación de causa á efecto entre la atrocidad y el desastre, porque me hago superior á semejante debilidad; pero doy cuenta de una serie de hechos y no quiero omitir un solo eslabón de la cadena. Al día siguiente del incendio visité las ruinas; las paredes se habían derrumbado, excepto un tabique interior, poco grueso, situado casi en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi cama; en esta parte, la mampostería había resistido á la acción del fuego, y yo atribui el hecho á la circunstancia de ser la pared nueva. Delante de