viles finezas, tan frívolamente practicadas en semejante caso, que parece imposible que haya hombres bastante estúpidos para dejarse coger en el lazo.
Habíase prolongado nuestra reunión hasta una hora muy avanzada, y entonces maniobré de modo que pudiera tener á Glendinning por único adversario. El ecarté era mi juego favorito; las demás personas de la reunión, interesadas por las proporciones grandiosas de nuestro envite, habían dejado sus naipes y formaban circulo al rededor de nosotros. Nuestro intruso, á quien yo habia impulsado diestramente en la primera parte de la noche á beber en demasía, barajaba, daba las cartas y jugaba de una manera singularmente nerviosa, sin duda por efecto de su embriaguez, según crei yo, aunque no me explicaba bien el hecho por semejante causa. En poco tiempo llegó á deberme una suma considerable, y como apurase otra copa de vino, hizo lo que yo había previsto friamente; propuso doblar la puesta, ya muy extravagante. Aparentando resistirme, con la mayor naturalidad, y sólo después que mi negativa le hubo impulsado á dirigirme algunas palabras duras, que dieron a mi consentimiento la apariencia de un pique, acepté su proposición. El resultado fué lo que debía ser: mi presa estaba completamente cogida en mis redes, y en menos de una hora cuadruplicó su deuda. Hacía algún tiempo que de su rostro habían desaparecido los vivos colores que le comunicaban los vapores del vino, y de pronto observé con asombro que su palidez era verdaderamente espantosa; digo con asombro porque, habiendo tomado minuciosos informes sobre Glendinning, se me aseguró que era inmensamente rico, y las sumas perdidas por él hasta entonces, aunque considerables, no podían, ó por lo menos yo lo supuse asi, trastornarle tan gravemente, afectandole con tal violencia. La idea que desde luego me ocurrió fué que estaba aturdido