su cuarto y hablabale con la mayor serenidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso, y preguntándole cómo habia pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debía ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.
Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la aguja de un reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más desarrolladas que nunca, y apenas podia reprimir la emoción de mi triunfo.
¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco á poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos, ni menos imaginar mis pensamientos secretos!
Esta idea me hizo reir; y tal vez el durmiente oyó mi ligera carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada de eso; su habitación estaba negra como la pez; tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre habia cerrado herméticamente los postigos por temor á los ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.
Había pasado ya la cabeza y estaba á punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba, y el viejo se incorporó en su lecho exclamando: —¿Quién anda ahí?
Permaneci inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y en todo este tiempo no le vi echarse de nuevo: seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.
Pero he aquí que de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era debida á un terror mortal; no era de dolor ni de pena ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del fondo de un alma