sér fué sustituida muy pronto por un sentimiento de horror, de espanto y de desesperación. La sangre, tan largo tiempo acumulada en los vasos de la cabeza y del cuello, y que hasta entonces habia producido un saludable delirio, comenzaba ahora á refluir y recobrar su nivel; y entonces, pudiendo ya juzgar bien de mi terrible situación, comprendí el peligro, lo cual no mé sirvió más que para perder la sangre fría y el valor necesarios. Afortunadamente para mí, esta debilidad no duró largo tiempo; la energia de la desesperación me infundió ánimos; profiriendo gritos y haciendo frenéticos esfuerzos, me lancé convulsivamente por una sacudida general, y al fin, cogiéndome al borde tan deseado á fuerza de puños, contraje mi cuerpo y fuí á caer de cabeza en el fondo de la barquilla casi sin aliento.
Transcurrió un buen rato antes de que me serenase lo suficiente para ocuparme de mi globo; y al examinarle con atención tuve el gusto de reconocer que no había sufrido percance alguno. Todos mis instrumentos estaban intactos, y por fortuna no había perdido tampoco ni lastre ni provisiones. Miré mi reloj, que marcaba las seis; segui subiendo rápidamente, y el barómetro marcó entonces la altura de tres millas y tres cuartos. Debajo de mi veíase en el Océano un pequeño objeto negro, de forma ligeramente prolongada, poco más o menos de la dimensión de una ficha de dominó, y que no parecía otra cosa. Apunté mi telescopio y vi claramente que era un buque inglés de noventa y cuatro cañones, que avanzaba pesadamente, siguiendo la dirección del Oeste Sudoeste: fuera de este buque, sólo se divisaba agua y cielo.
Ya es hora de explicar á Vuestras Excelencias el objeto de mi viaje. Recordaréis que mi deplorable situación en Rotterdam me había impulsado á proyectar el suicidio, no porque estuviese cansado de la vida, sino