disminuído éste mucho; el 15, más aún; y el 16, antes de acostarme, calculé que no era más que de 7 grados 15 minutos. Imaginese, pues, cuál sería mi asombro cuando al despertarme en la mañana del 17, después de un breve sueño agitado, vi que la superficie planetaria colocada debajo de mi había aumentado de una manera tan inopinada y espantosa, que su diametro aparente subtendía un ángulo de 39 grados al menos. Quedé como herido del rayo; ninguna palabra podría dar idea exacta del asombro, del estupor que me sobrecogió; mis piernas vacilaron, estremecime de pies á cabeza, y erizóseme el cabello.—¡El globo ha reventado!—Esta fué la primera idea que cruzó por mi mente; no había la menor duda. ¡Tal vez caía ya en aquel momento con la más impetuosa é incomparable velocidad! A juzgar por el inmenso espacio recorrido ya con tal rapidez, debía encontrar la superficie de la tierra dentro de diez minutos. ¡Dentro de diez minutos quedaría aniquilado, destrozado!
Pero al fin la reflexión vino en mi auxilio; medité y comencé á dudar. La cosa era imposible; de ningún modo podía haber bajado tan rápidamente; y además; aunque me acercase á la superficie situada debajo de mí, mi verdadera velocidad no estaba de ningún modo en relación con la espantosa rapidez que había imaginado al principio.
Estas reflexiones calmaron la perturbación de mis ideas, y pasé á considerar el fenómeno bajo su verdadero punto de vista. Era preciso que mi asombro me hubiese privado del ejercicio de mis sentidos para que no echase de ver la inmensa diferencia que había entre el aspecto de la superficie que estaba debajo de mí y la de mi planeta natal. Esta última se hallaba, pues, sobre mi cabeza y del todo oculta por el globo; mientras que la luna—la luna misma en toda su gloria, —se extendía debajo de mi: la tenia á mis pies.