mucho tiempo para apreciarla bien; pero en el momento mismo en que comenzaba al fin á acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por encanto; los candelabros se redujeron á la nada; sus llamas se apagaron del todo; sucediéronse las tinieblas; todas las sensaciones se disiparon al parecer, y el universo no fué ya más que noche, silencio, inmovilidad.
Estaba sin conocimiento, pero no diré que le hubiese perdido del todo, aunque no podría definir qué parte conservaba. Era aquello un profundo sueño?
No. ¿Era el delirio? No. ¿Era un desvanecimiento? No.
¿La muerte? Tampoco, pues ni aun en la tumba se ha perdido todo, porque de lo contrario no habría inmortalidad para el hombre. Al despertar de un profundo sueño rasgamos el velo á través del cual veíamos las imágenes; pero un segundo después, tan frágil era el tejido, no nos acordamos ya de haber soñado. Cuando se recobra el conocimiento después de un desmayo hay dos grados: el primero es el sentimiento de la existencia moral ó espiritual, y el segundo, el de la existencia física. Parece probable que si al llegar al segundo grado pudiéramos evocar las impresiones del primero, volveríamos á encontrar todos los elocuentes recuerdos del abismo del otro mundo. ¿Y qué es este abismo? ¿Cómo distinguiriamos, por lo menos, sus sombras de las de la tumba? Si las impresiones de lo que yo considero como el primer grado no vuelven al ser llamadas por la voluntad, no se manifiestan, sin embargo, al cabo de algún tiempo, sin ser invitadas, causándonos admiración, porque no sabemos de dónde pueden salir? Aquel que no ha perdido nunca el conocimiento no descubre extraños palacios y rostros singularmente familiares entre las llamas ardientes; no ve flotar en medio del aire las melancólicas visiones que al vulgo no le es dado percibir; no es el que me-