Yo sabía que los condenados á muerte solian sufrir la pena en los autos de fe; y precisamente habíase celebrado una solemnidad de este género el mismo día en que se me juzgó. ¿Me habrían conducido de nuevo al calabozo para esperar allí el próximo sacrificio, que no debía efectuarse hasta dentro de algunos meses? Desde luego vi que esto no podía ser, pues habíase reunido el contingente de las víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, así como las celdas de todos los condenados en Toledo, tenia el pavimento de piedra, y no faltaba completamente la luz.
De repente, una idea horrible hizo afluir la sangre á mi corazón, y durante algunos minutos volví á quedar en estado de insensibilidad. Al volver en mí púseme en pie, temblando convulsivamente; extendi con ansiedad los brazos hacia adelante, y no toqué nada, pero temia dar un solo paso, figurándome que iba á tropezar contra las paredes de mi tumba. El sudor mundaba mi cuerpo, y formando gruesas gotas acumulábase en mi frente; la angustia de la incertidumbre llegó á ser intolerable, y al fin avancé poco a poco con los brazos extendidos y los ojos desencajados, esperando sorprender un débil rayo de luz. Dí algunos pasos, pero todo estaba negro y vacío; entonces respiré más libremente, y parecióme indudable que no se me había reservado la más espantosa muerte.
Y mientras seguia avanzando con precaución, asaltaron mi pensamiento los mil vagos rumores que babían circulado sobre los horribles hechos ocurridos en Toledo. Referianse cosas muy extrañas sobre aquellos calabozos, y yo las había considerado siempre como fabulas, pues eran tan espantosas, que sólo se podían repetir en voz baja. ¿Debería yo morir de hambre en aquel mundo subterráneo de las tinieblas, ó qué destino más terrible aún me esperaba? Conocía demasiado bien el carácter de mis jueces para poner en duda