que le es propia. El hombre no cede á los ángeles ni se rinde del todo á la muerte sino por el achaque de su propia voluntad.» Con el tiempo, y después de varias reflexiones, he llegado á determinar cierta relación lejana entre este pasaje del filósofo inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad singular en el pensamiento, en la acción y en la palabra, eran tal vez en ella resultado, ó por lo menos indicio, de esa gigantesca fuerza de voluntad de la que, durante nuestras largas relaciones, pudo dar otras pruebas más positivas de su existencia.
De todas las mujeres que he conocido, la plácida Ligeia, á pesar de su aspecto de serenidad, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía evaluar esta última sino por la dilatación milagrosa de aquellos ojos que me seducian y asustaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación y dulzura de su voz, y por la salvaje energía de las extrañas palabras que solía pronunciar, cuyo efecto redoblaba por el contraste con su número.
He hablado de la instrucción de Ligeia: era inmensa, tal como no la había observado en ninguna otra mujer. Conocía á fondo las lenguas clásicas, y juzgando por mis propios conocimientos en las modernas de Europa, jamás la cogi en falta. Fuera cual fuese el tema de la erudición académica, tan elogiada y admirada sólo porque es más abstrusa, Ligeia no se equivocó nunca. ¡Cuánto me admiró y subyugó mi atención este conocimiento admirable en mi esposa! He dicho que su instrucción aventajaba á la de cuantas mujeres había conocido; pero ¿quién es el hombre que ha recorrido con buen éxito todo el inmenso campo de las ciencias morales, fisicas y matemáticas? Yo no había observado entonces lo que ahora veo claramente, y es