jeto ni fin determinado, refugiéme en una especie de retiro, cuya propiedad pude adquirir, una abadia de la que no diré el nombre, situada en una de las partes más incultas y menos frecuentadas de la hermosa Inglaterra. La sombria y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la región, los melancólicos y venerables recuerdos que evocaba; todo se avenía con el sentimiento de completo abandono que me indujera á desterrarme en aquel solitario retiro.
No obstante, respetando en el exterior de la abadía su carácter primitivo, casi intacto, y el verdoso tapiz que cubría sus muros agrietados por la acción del tiempo, empeñéme con infantil perversidad, y tal vez con una ligera esperanza de distraer mis penas, en llenar el interior de magnificencias casi regias. Desde la infancia había sido aficionado á estas locuras, que ahora se despertaban en mí como una herencia del dolor. ¡Ay!
creo que se hubiera podido reconocer un principio de enagenación mental en los espléndidos y fantásticos tapices, en las soberbias esculturas egipcias, en los extravagantes muebles, y en los ricos arabescos con que yo engalané mi retiro. Habiame convertido en esclavo del opio, que me tenía en sus redes; y todos mis trabajos y mis planes tomaban el color de mis sueños; pero no me detendré en detallar estos absurdos; hablaré sólo de aquella habitación maldita donde, en un momento de extravío, conduje al altar y tomé por esposa—i después de la inolvidable Ligeia!—á la señorita Rowena Trevanion de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos azules.
Ni un solo detalle de la arquitectura ó del decorado de aquella cámara nupcial deja de estar presente á mi vista. ¿Dónde tenía el espíritu la orgullosa familia de la desposada, cuando movida por la sed del oro permitió á una hija tan tiernamente querida traspasar el umbral de una habitación decorada de una manera