culturas inmemoriales; pero en los tapices de la habitación era donde se veía ¡ay de mi! el más extraño capricho. Las paredes, prodigiosamente altas, más allá de toda ponderación, estaban cubiertas de arriba abajo de una pesada tapicería de aspecto macizo, hecha con el mismo material empleado para la alfombra, las otomanas, el lecho de ébano, el dosel y las suntuosas cortinas que ocultaban en parte la ventana. Este material era un tejido de oro de los más ricos, adornado á intervalos irregulares con figuras arabescas, de.un pie de diámetro, que tomaban del fondo sus dibujos de un negro de azabache; pero esas figuras no tenian el carácter arabesco sino cuando se examinaban bajo un solo punto de vista. Por un procedimiento, muy común hoy, y cuyos vestigios se encuentran en la más remota antigüedad, estaban hechas de modo que cambiasen de aspecto; para la persona que entrase en la habitación parecían simples monstruosidades; pero a medida que se avanzaba, este carácter desaparecia gradualmente, y paso a paso, el visitante, cambiando de sitio, veíase rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las que nacieron de la superstición del Norte, ó las que se producen en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran manera por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire continuo detrás del tapiz, lo cual comunicaba al todo una hedionda é inquieta animación.
Tal era la morada, tal era la cámara nupcial donde pasé con la dama de Tremaine las horas impías del primer mes de nuestro enlace; y las pasé sin mucha inquietud.
No podia ocultarme que mi esposa temía mi carácter adusto, y que evitaba mi presencia porque me amaba poco; pero casi me complacía esto, pues yo la aborrecia con una aversión más propia del demonio que del