cuales la menos terrible tal vez, la menos devoradora, era un supremo espanto. Repito que el cuerpo se movía, y entonces con más energía que antes; los colores de la vida subían al rostro con una fuerza singular; los miembros se aflojaban; sólo que los párpados seguían cerrados pesadamente, y si los paños fúnebres no hubieran comunicado al semblante su carácter sepulcral, habría podido creer que Rowena sacudía del todo las cadenas de la Muerte. Pero si entonces no admiti del todo esta idea, ya no pude dudar más tiempo cuando la difunta, levantándose del lecho, avanzó con paso vacilante y los ojos cerrados, á la manera de una persona perdida en un sueño, y adelantose audazmente hasta el centro de la habitación.
No temblé ni me movi, pues una infinidad de pensamientos indefinibles, producidos por el aspecto, la estatura y el movimiento del fantasma, agolpáronse de pronto en mi cerebro y me paralizaron, petrificandome. Sin moverme contemplé la aparición; en mis ideas reinaba un desorden que no podía reprimir. ¿Era la vizcondesa Rowena la que estaba frente á mí; podia ser verdaderamente Rowena, la dama Rówena Trevanion de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos azules? ¿Por qué, sí, por qué lo dudaba? La pesada venda oprimía la boca; pero ¿por qué no había de ser aquella la fresca boca de la dama de Tremaine?—¿Y las mejillas?—Sí, eran las rosas del mediodía de su vida; sí, podían ser las sonrosadas mejillas de la dama de Tremaine en vida. ¿Y la barba con sus hoyuelos? ¿no podía ser la suya?—Pero ¿habia crecido mi esposa durante su enfermedad? ¡Qué indefinible delirio se apoderó de mí al concebir esta idea! De un salto caí á sus pies, pero ella se retiró á mi contacto; desprendió su cabeza del horrible sudario que la rodeaba; y entonces se desbordó en la atmósfera de la habitación una masa enorme de largos cabellos desordenados: ¡eran