par de pistolas, y ya sabemos de qué sirven cuando el caso lo exige: tomelas usted.
Cogí las armas, sin saber apenas lo que hacía, ni dar crédito á mis oidos; mientras que Dupin se entregaba á una especie de monólogo. Su discurso se dirigia á mí; pero su voz, aunque guardando el diapason ordinario, tenia esa entonación que se suele tomar cuando se habla á una persona que se halla á bastante distancia. Sus ojos, de vaga expresión, tenían la mirada fija en la pared.
—Las voces que se oian—decía,—las voces que percibieron los que subían la escalera no eran de esas infelices mujeres; esto queda probado hasta la evidencia, y de consiguiente no hemos de ocuparnos de la cuestión de saber si la anciana habrá asesinado á su hija, suicidándose después.
Sólo hablo de este caso por amor al método, pues la fuerza de la señora Espanaye hubiera sido de todo punto insuficiente para introducir el cuerpo de su hija en la chimenea del modo que se encontró; por otra parte, la naturaleza de las heridas observadas en su persona excluye por completo la idea de suicidio. El asesinato, pues, se ha cometido por tercero, y las voces de los que disputaban son las de ellos.
Permítaseme ahora llamar la atención, no sobre las declaraciones relativas á estas voces, sino respecto á lo que hay de particular en ellas. No ha observado usted nada que le choque?
Me limité á contestar que mientras todos los testigos convenían en considerar la voz bronca como de un francés, había mucho desacuerdo relativamente á la voz aguda, ó áspera, según la definió un solo individuo.
—Esto constituye la evidencia—dijo Dupin—pero no la particularidad de la misma. Usted no ha observado nada distintivo, y sin embargo, había alguna