estuviese en las angustias de una sofocación; púsose en pie y empuñó su palo; pero un momento después volvió á sentarse, tembloroso, agitado y pálido como un difunto: no podía articular una sola palabra, y confieso que le compadeci sinceramente.
—Amigo mío—dijo Dupin con voz bondadosa,—usted se alarma sin motivo, se lo aseguro. No tratamos de hacerle el menor daño, y crea por mi honor de caballero francés que no nos anima la menor mala intención contra usted. Sé muy bien que está inocente de los horrores de la calle de Morgue; pero esto no quiere decir que no se halle algo complicado. Las pocas palabras que acaba de oir deben probarle que sobre este asunto poseo informes que nunca podia usted sospechar. La cosa es ahora clara para nosotros: usted no ha hecho nada que pudiese evitar, y con seguridad no es culpable, ni siquiera de robo, aunque pudo apoderarse impunemente de lo que estaba á su alcance.
En su consecuencia, nada tiene usted que ocultar, pues no hay razón para ello; y por otra parte, está usted obligado, obedeciendo á los principios del honor, á confesar todo cuanto sabe. Un hombre inocente se halla ahora en la cárcel, acusado del crimen cuyo autor puede usted indicar.
Mientras que Dupin hablaba, el marinero iba recobrando poco a poco su presencia de ánimo; pero toda su primera audacia había desaparecido.
—¡Que Dios me asista!—exclamó después de una breve pausa: —voy á decirle á usted todo cuanto sé del asunto; pero me parece que no creerá usted la mitad; sería un necio si lo esperase así. Sin embargo, soy inocente, y diré todo lo que sé, aunque me costara la vida.
He aquí en resumen lo que nos conto. Había hecho últimamente un viaje al Archipiélago indico; algunos marineros, á los cuales acompañaba, desembarcaron en Borneo, é internáronse para emprender una excur-