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con un golpe seco, encendió su cigarrillo, y, después de haber lanzado al espacio algunas bocanadas de humo, dijo:

—Brillante la fiesta, ¿eh?

—Muy brillante.

—¿Por qué has desertado del cotillón?

—Podría devolverte la pregunta.

—¡Oh! yo, es bien sencillo: me substraigo a las confidencias de mi prima. No habrás dejado de reparar que la querida Diana, siente por mí la clásica simpatía de las personas que se han criado juntas, cuando, por milagro, no se detestan. Pues, en estos casos, sucede una u otra cosa. Hacia los veinte años, por poco que escaseen los pretendientes, la prima descubre de pronto que el primo es lo que le conviene. De esta manera, no hay miedo de equivocarse, ni sobre el carácter, ni sobre la salud, ni sobre la fortuna. El mundo contempla el suceso con enternecimiento. Me parece que oigo los cuchicheos: «¿Saben ustedes la nueva? ¡Diana Gardanne se casa con su primo!—¡Oh! ¡querida mía, esto es delicioso!—¡Un casamiento por amor!—Lo creo, ¡se adoran desde la época en que paseaban en brazos de sus niñeras!» ¡Y así se escribe la historia!

Divertido, a pesar suyo, por el tono burlón de Jaime y por las exclamaciones grotescas con que recitaba su monólogo, Juan sonriéndose murmuró:

—Exageras...

—¡Absolutamente! Nadie pondrá en duda nues-