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UN VIAJE AL PAIS DEL ORO 235

una gran piedra agujereada de parte á parte sin duda por la accion del agua.

—_La Piedra Horadada! —esclamó Estela—Cuando yo era niña, en nuestros bailes del domingo, danzábamos al son de graciosos cantos, en los que estos sitios eran nombrados entre armoniosas cadencias. Quien me dijera que en ellos habia de dar mis últimos pasos en el mundo!

— ¡Tus últimos pasos en el mundo! —¿Qué dices?

—Espera!—dijo mi compañera, entrando conmigo en la portería del monasterio del Cármen, y llamando al postigo. La puerta se abrió.

—Estela! —gritó una monja anciana que á la sazon atravesaba el clíustro, y que corrió á la puerta.

—Sí, madre abadesa, Estela, que pasó los primeros dias de su vida á la sombra de estos muros, y vuelve á ellos para siempre. Dadme el velo de novicia.

Estela se volvió á mí, me abrazó y desapareció tras de aquella puerta, antes que yo hubiese podido volver en mí del estupor en que me dejó aquella repentina separacion. Un rayo que hubiese caído sobre mi cabeza, una puñalada en la mitad del corazon, no me hubieran hecho tanto daño. Arrojéme contra aquella puerta, en la esperanza de derribarla; lloré, grité, llamé á Estela con todos los gemidos de la desesperacion, y pasé la noche tendido en tierra ante aquella puerta cerrada y muda como un sepulcro.