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EL EMPAREDADO

Eramos diez. Habíanos reunido la casualidad, y nos retenia en un salon en torno á una estufa improvisada, el mas fuerte aguacero del pasado invierno.

En aquel heterogéneo círculo doblemente alumbrado por el gas y las brasas del hogar, el tiempo estaba representado en su mas lata accion. La antigiledad, la edad media, el presente, y aun las promesas de un riente porvenir, en los bellos ojos de cuatro ¡jóvenes graciosas y turbulentas, que se impacientaban, fastidiadas con la monotonia de la velada.

El piano estaba, en verdad, abierto, y el pupitre sostenia una linda partitura y valses á discrecion; pero hallábanse entre nosotros dos hombres de iglesia; y su presencia intimidaba á las chicas, y las impedia entregarse á los compaces de Straus y las melodías de Verdi. Ni aun osaban apelar al supremo recurso de