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UN VIAJE ACIAGO 31

del mar y las rocas del Tacora. En la tarde del tercero, abrigada la cabeza con un castor plomizo, embozada en mi albornoz, y estrechando en mis manos las de Modesto y Merced, esperaba yo impaciente el momento de partir, que retardaba cuanto podia la insoportable calma del arriero.

Modesto, que era profesor en un colegio, se desesperaba de no poder acompañarme, como el uso lo exigía, al salir de la ciudad, á causa de las clases que lo reclamaban á esa hora.

Yo reia de su angustia y del ceremonioso cortejo cuya falta lamentaba; y el arriero seguia en sus aprestos conla misma cachaza. Y yo le mostraba el sol próximo al horizonte y éllo miraba como quien mira llover.

—Modesto! Modesto! gritó de repente una voz que venia de afuera; y fuertes aldabazos resonaron en la puerta falsa, que se abría sobre la Alameda.

—Es el loquísimo Cárlos, dijo Merced. Muchacho, corre á abrirle, que vá á romper el postigo.

La puerta se abrió y dió paso á un jóven de estatura mediana y simpática fisonomía, bajo cuya serenidad retozaba á grandes brincos una marcada travesura. Nada, sin embargo, habia de notable en sus facciones, sino es dos ojos negros, atrevidos hasta la impertinencia; pero que atraian, no obstante, con su mirada franca y benévola.