El mismo ardor por la tarea se observa en la segunda categoría de saneadores. La aldea apenas conoce esos quioscos con olor de amoníaco, adonde van en las ciudades para aliviarse de nuestras miserias. Una tapia pequeña, un seto, un matorral, es todo lo que el aldeano pide como refugio en el momento en que desea estar solo. No hay que decir a qué clase de encuentros nos expone semejante desahogo. Seducidos por las rosetas de los líquenes, los almohadones de musgo, los manojos de siemprevivas y otras lindas cosas con que se embellecen las piedras viejas, nos acercamos a la pared que sostiene las tierras de una viña. ¡Uf! Al pie del abrigo tan coquetonamente adornado, ¡qué horror! Huímos de allí; ya no nos tientan liquenes, musgo ni siemprevivas. Pero volvamos al día siguiente. La cosa ha desaparecido; el sitio está limpio: los escarabajos peloteros han pasado por allí.
El menor de los oficios de estos valientes es preservar la mirada de encuentros ofensivos frecuentemente repetidos; pero se les ha concedido una misión más alta. La ciencia nos afirma que las plagas más formidables de la humanidad tienen sus agentes en ínfimos organismos, los microbios, parientes del moho en los extremos confines del reino vegetal. A miriadas pululan estos terribles gérmenes en las deyecciones en tiempo de epidemia. Contaminan el aire y el agua, primeros alimentos de la vida; se esparcen por nuestras ropas y nuestros víveres, y de esta manera propagan el contagio. Precisa destruir por el fuego, esterilizar con corrosivos, enterrar todo lo que está contaminado.
La prudencia exige también no dejar la basura mucho tiempo en la superficie del suelo. ¿Es in-