prudentemente en almacén. El husmo estercoráceo ha llevado la feliz noticia a un kilómetro a la redonda, y todos acuden a recoger provisiones. Todavía llegan algunos rezagados, volando o a pie.
¿Quién es ése que a pasos menuditos trota hacia el montón, como si temiera llegar demasiado tarde? Sus largas patas se mueven con brusca torpeza, como si las impulsara un mecanismo que el insecto llevase en el vientre, y sus pequeñas antenas rojizas se abren en abanico, signo evidente de inquieta codicia. Por fin llega, pero no sin derribar algunos convidados. Es el escarabajo sagrado—Scarabæus sacer L.—vestido enteramente de negro, el mayor y más célebre de nuestros escarabajos peloteros. El antiguo Egipto lo veneraba, considerándolo como símbolo de la inmortalidad. Ya está en el banquete, mano a mano con sus compañeros, que, valiéndose del plano de sus anchas patas anteriores, dan a golpecitos la última forma a la bolita o la enriquecen con otra capa antes de retirarse e ir a gozar en paz del fruto de su trabajo. Sigamos en todas sus fases la confección de la famosa bola.
La caperuza, es decir, el borde de la cabeza, ancha y plana, está dentada con seis salientes angulares alineados en semicírculo. Este es el instrumento que sirve para excavar y despedazar; el rastrillo, que levanta y rehusa las fibras vegetales no nutritivas, tiene por objeto raer y juntar. De este modo se hace una selección, pues para estos finos conocedores estas últimas operaciones valen más que las otras; ligera selección cuando el escarabajo se ocupa en sus propias vituallas, pero de un escrupuloso rigor cuando hay que confeccionar la bolita materna.