o las dos hembras en la misma madriguera, y también la misma cripta recibe los dos sexos, pero asociados de dintinto modo del que estaban al principio. He abusado de la repetición. En lo sucesivo todo es desorden. Mis cotidianas inversiones han desmoralizado a los excavadores; una vivienda ruinosa, que siempre se ha estado empezando, ha dado fin a las asociaciones legítimas. El matrimonio correcto no es ya posible desde el momento en que la casa se hunde todos los días.
Pero no importa. Las tres primeras pruebas, hechas cuando los repetidos sobresaltos no habían enredado aún el delicado hilo de unión, parecen afirmar cierta constancia en el matrimonio del Minotaurus. El y ella se reconocen, vuelven a encontrarse en el tumulto de los acontecimientos que mis malicias les imponen; se guardan mutua fidelidad, cualidad muy extraordinaria en la clase de los insectos, tan olvidadizos de las obligaciones matrimoniales.
Nosotros nos reconocemos en la palabra, en el timbre, en las inflexiones de la voz. Ellos son mudos, privados de todo medio de llamamiento; pero les queda el olfato. El Minotaurus que encuentra a su compañera me hace pensar en el amigo Tom, el perro de la casa, que en la época de sus lunas levanta la nariz al aire, husmea el viento y salta por encima de las tapias del cercado, apresurado por obedecer a la mágica y lejana convocatoria; me trae a la memoria la mariposa, gran pavón [1], que acude desde varios kilómetros de distancia a ofrecer sus respetos a la núbil recién nacida.
- ↑ Véase el tomo de J. H. Fabre Costumbres de los insectos, páginas 178-199, editado por Calpe.