po, pecho contra pecho. Se mezclan las patas y se agitan, se enlazan las articulaciones, las armaduras córneas chocan y rechinan con agrio ruido de metal limado. Después, el que consigue derribar a su adversario y desprenderse de él sube apresuradamente a lo alto de la bola y vuelve a empezar el sitio, unas veces por el ladrón y otras por el robado, según lo deciden las luchas cuerpo a cuerpo. El primero, atrevido filibustero y, sin duda, corredor de aventuras, gana casi siempre. Entonces, después de haber sufrido dos o tres derrotas, el expropiado se cansa y vuelve filosóficamente al montón a construirse otra bolita. El otro, disipado todo temor de sorpresa, se engancha y empuja la bola conquistada adonde mejor le place. Algunas veces he visto sobrevenir a un tercer salteador que roba al ladrón. Y, francamente, he de decir que, en conciencia, me alegraba.
En vano me pregunto cuál es el Proudhon que estableció en las costumbres del escarabajo la audaz paradoja: La propiedad es un robo; y cuál es el diplomático que les comunicó la salvaje proposición: El derecho es la fuerza. Me faltan datos para remontarme hasta las causas de tales expoliaciones, que han adquirido la categoría de costumbres, de este abuso de la fuerza para la conquista de una boñiga; lo más que puedo afirmar es que el robo es de uso general entre los escarabajos. Estos rodadores de boñigas se roban entre sí con tal descaro, que no conozco otro ejemplo tan desvergonzadamente caracterizado. Dejo a los futuros observadores el cuidado de elucidar este curioso problema de la psicología de los animales, y torno a los asociados que de común acuerdo van rodando su píldora.