queda disipada; conozco el obrero y conozco la obra.
El resto de la mañana confirmó plenamente mis premisas. Antes de que un sol intolerable me hubiese expulsado de la pendiente explorada, ya tenía en mi poder una docena de peras idénticas en la forma y casi en volumen. Varias veces encontré a la madre en el fondo del taller.
Para terminar, citemos lo que el porvenir me reservaba. Durante toda la estación canicular, de fin de junio a septiembre, renové casi diariamente mis visitas a los lugares frecuentados por el escarabajo, y las madrigueras excavadas con mi azadilla me procuraron más documentos de los que podía desear. Los ejemplares que crié en jaula me suministraron otros datos, raros en verdad, no comparables con las riquezas de la libertad del campo. En suma, por mis manos pasaron al menos un centenar de nidos, invariablemente con la graciosa forma de pera; jamás en absoluto se me ofreció la forma redonda de la píldora, la bolita de que nos hablan los libros.
Y ahora desarrollemos la historia auténtica, sin acudir a más testimonios que los hechos realmente vistos y revistos. El nido del escarabajo Scarabæus sacer se revela al exterior por un montoncito de tierra removida, especie de topera formada de los abundantes escombros que la madre, al cerrar la habitación, no pudo reponer en su lugar, puesto que una parte de la excavación tenía que quedar vacía. Bajo este montón se abre un pozo de poca profundidad, un decímetro, poco más o menos, al cual sigue una galería horizontal, recta o sinuosa, terminada en una sala muy extensa, en la que podría alojarse un puño. Tal es la cripta en que, rodeado de víveres, reposa el